Día
cuatro
Siempre
me dijeron que me parecía mucho a mi abuela. Algunas fotos de ella a mi edad muestran
que es cierto y eso me halaga. Leticia era una mujer coqueta, le gustaba la
atención de los hombres en la calle y hasta ya mayor, mientras tuvo la motricidad
para hacerlo, se acicalaba hasta para pasar el día encerrada en su cuarto.
Recuerdo encontrarla en la mitad de la mañana cogiendo la luz del pequeño jardín
que quedaba frente a su cuarto. Se paraba en un lugar estratégico para que
un rayo de luz le diera en la cara y pudiera depilarse las cejas con una pinza,
espejo en mano. Ya cuando la vista le empezó a fallar, estando yo en el
colegio, iba hasta el estudio donde yo pasaba el tiempo haciendo tareas o
chateando (en ICQ o MSN), para que la ayudara con los pelos que no veía. Los
pelos de la ceja, los pelos de la barba. Con la luz en su cara veía su piel
blanca, suave, pecosa. Sus cejas arqueadas, perfectas, eran todo lo que envidié
no haber sacado de ella. Le quitaba los pelos de las cejas, las recorría con
los dedos y le decía: “listo”.
Hoy
es 7 de agosto, es festivo, pero me levanté temprano a trotar. Usé los tenis
blancos de mi mamá. Troté por 40 minutos. Mi horóscopo dice que es el mejor
momento para mejorar todo de mi, especialmente mi estado físico. Yo le creo a
los astros.
Me
estiré frente al palo de mango y papá, que estaba en el estudio con la
puerta del patio abierta, me invitó a pasar un rato. Me senté, nos tomamos
un jugo, miramos el mapa, hablamos de Irák, de Siria, de Palestina, de Israel.
Hablamos del clima, hablamos de salsa. Luego nos quedamos callados y cada uno
se sumergió en sus propias tareas.
Papá
está preocupado, mis planes de vida se ejecutan lentamente y me acerco a los 30. Va
perdiendo la fe en algunas cosas, ya uno a esta edad no es un prodigio.
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