martes, 6 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día tres

Leticia González nació el 8 de febrero de 1930 en Coyaima, Tolima. Tuvo a papá en 1951, eso quiere decir que tenia 21. Lo que pasó entre su nacimiento y el de mi padre es bastante borroso. Se mudó a Bogotá porque Tolima era zona roja en la época de la violencia de finales de los 40. Ahí conoció a Rito, el papá biológico de mi papá, con quien se mudó a Barranquilla en 1951. Finalmente, cuando se separó de él, agarró a su niño de tres años, se mudó a Cartagena y terminó casada con un cubano de familia libanesa que vendía telas en el centro, mi abuelo Lucho.  

Hay algo de documentación de la vida en familia de Leti y Lucho: una que otra carta de amor; cuadernos con poemas, cuentas, oraciones. Hay tarjetas de invitación a matrimonios, cumpleaños y bautizos; una publicidad de cuando mi papá se lanzó al Concejo en los 80 por el Movimiento Nuevo Liberalismo - una disidencia del Partido Liberal - ; recortes de prensa (el de la coronación de Leticia como reina de España fue guardado con especial cuidado, igual que un dominical con Celia Cruz en la portada); las fotos de mis dos hermanos mayores tomadas por mi papá. De resto, somos nosotras.

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Los tenis de correr se quedaron en mi casa. Sé exactamente donde están. Eso, varias cajas de libros, el microondas y unos zapatos que uso para ir a trabajar en medio de la sala vacía de mi antiguo apartamento. Debo trotar.

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Huevos revueltos con salchichas rancheras sobre una arepa de maíz tostada con queso amarillo rayado encima, un milo y un jugo de naranja puesto todo en una bandeja sobre la cama. Eso me dejó Tai, la chica que cocina en casa de mis papás. “Tu mamá que avises si vienes a almorzar, para prepararte algo rico” dice saliendo del cuarto y cerrando la puerta. Son las 8:55am, yo sigo en toalla en la puerta del baño y creo que no quiero venir a almorzar, así que abro la puerta le digo, “no, no vengo. Gracias, Tai” y cierro la puerta.

La casa de mis padres tiene una puerta grande enmarcada en vitrales transparentes. Una vez adentro, se sienten los techos altos y los dos pequeños jardines interiores que acompañan la sala y el comedor, espacios bastante frescos. A la izquierda está la puerta de la cocina y a la derecha la entrada a un pasillo. Ese pasillo lo lleva a uno a recorrer la casa en forma circular pasando por la entrada a los tres cuartos (primero el de mi abuela, después el de nosotras, después el de mis papás), la sala de estar, el patio del palo de mango, el patio de labores y la cocina. Cuando mi hermana y yo éramos niñas, peleábamos mucho, éramos como Tom y Jerry, siempre una de las dos estaba correteando a la otra. Le dábamos vueltas a la casa en círculos hasta que una de las dos se cansaba y se dejaba alcanzar por la otra, o una de las dos se rindiera, o llegaban papá o mamá y no podíamos seguir con la disputa.  

La tosca relación con mi hermana se desarrolló de esa manera y no hubo nada que hacer al respecto. Muchas veces quedó Leti metida en la mitad de esos enfrentamientos. Era tomada como rehén y ella se persignaba y esperaba que todo saliera bien. Yo le decía: “Dios no nos va a salvar de nada, ni de esto” y mi hermana decía, “déjala que ella crea lo que se le de la gana, no te metas”. Eternamente en competencia, dos polos opuestos haciendo corto circuito por los siglos de los siglos, amén.

Terminé mi desayuno rápidamente, mañana tengo que salir a trotar.

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Cartagena es una ciudad solitaria por momentos. Mucha gente flotando, yendo y viniendo o en el mejor de los casos, viviendo la ciudad con la calma que exige formar una familia.


Cartagena es una ciudad de transito y una ciudad turística. Todo el mundo viene y se va.

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