Día
once
Antes
de que el cuarto fuera de mis abuelos, estaba pensado para que mis dos medio
hermanos mayores tuvieran un cuarto en nuestra casa. Ellos son hijos del primer
matrimonio de papá y se quedaban aquí cuando venían de visita desde Miami,
donde vivían con su mamá. Vinieron varias veces durante su adolescencia, e
incluso el mayor vivió una temporada larga con nosotros porque en Miami andaba
metido en pandillas. “Demasiado Black Sabbath” dijo un día mi papá.
Luego,
en el 92, lo vivió mi tío, un primo de papá que venía de Magangué y estaba
trabajando un proyecto en Cartagena. Nunca supe de qué se trataba su trabajo,
aún hoy no tengo muy claro qué es lo que hace. Solo se que sueña con hacer
potable el rio Bogotá. Recuerdo que esa navidad nos regaló muchos juguetes a mi
hermana y a mi. Lo que más me gustó era una Barbie latina que se llamaba
Teresa, a mi hermana le tocó una asiática que se llamaba Kira.
En
el 93, se mudaron mis abuelos. Unas semanas antes de mi primera comunión, que
fue en junio. Dos meses después murió mi abuelo, fue la primera vez que escuché
el ronquido de la muerte. Mi abuelo amaneció respirando raro, mamá nos hizo
despedirnos antes de ir al colegio y cuando volvimos, había muerto. Así también
respiraba mi abuela ese día en el hospital hasta que se cansó y dejó de
hacerlo.
Esta
noche he mirado detenidamente mi teléfono por largo rato, esperando,
anunciando, premeditando el saludo a una llamada que no llegará. He cerrado la
puerta con seguro para que mamá no entre a preguntar si estoy bien. No sé si lo
estoy. Mi corazón late fuerte ante la presencia de un fantasma. No es el de mi
abuela, es peor. Es alguien que nunca existió. Toda chica soltera tiene ese alguien
a quien podría amar con locura, pero no se atreve. Eso es peor que tener a mi
abuela jalándome los pies.
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