Día
dos
Me
levantó el olor a pintura a las 8 de la mañana, ya estaba tarde para la oficina.
Entró mamá: “Tica levántate”, no tocó. Cerré los ojos un minuto antes de la
ducha y entró papá: “Tica, ¿ya estás despierta?”, no tocó. Me levanté, le dije
que si con la cabeza y le mandé una sonrisa que fue más una mueca inventada.
Cerró la puerta.
El
baño de mi abuela estaba adecuado para ser el baño de una persona que no podía
caminar, dos isquemias cerebrales la dejaron sin movilidad en las piernas. En
las mañanas, Ana Dilia, la señora que se encargaba de cuidarla, le limpiaba el
pañal de la noche y luego la bañaba en una silla dentro de la ducha. Luego la
sacaba al cuarto, la secaba bien, la empolvaba y le ponía de nuevo el pañal y
la pijama. Así todos los días por más de un año. La única vez que me tocó hacer
parte de toda esa dinámica me alejé de ella. Sentí que era poco lo que podía
hacer para hacerla feliz. No volví a su cuarto, un par de meses después murió.
Llegué
a las 8 de la noche. Últimamente, salgo de la oficina y ando por el centro de
la ciudad, me encuentro con las mismas dos amigas, vamos a los mismos sitios y
hablamos de las mismas cosas hasta que veo el reloj y digo: “ya debo ir a
casa”.
Esta
noche dan una película en Cinemax, “La hora 25”, en ella una chica le dice al
personaje de Phillip Seymur Hoffman, que es su profesor, que todo el mundo
escribe sobre la muerte de la abuelita porque garantiza una buena calificación.
“Eso es lo que hacen las abuelas, mueren”, dice.
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