Mi
papá y mi abuela tenían una relación complicada. Siempre fueron ellos dos,
aunque mi papá se sintiera muy solo a su lado. El creció en Olaya Herrera, un
barrio popular de Cartagena y peligroso desde sus inicios, donde desde muy niño
aprendió de la malandrería de la calle, a defenderse solo. Andaba con los “pelaos”
del barrio, siempre metido en problemas.
Mi
abuelo Lucho hacía esfuerzos por meterlo en buenos colegios, pero fue expulsado
de 7 de ellos. No por malas notas, sino por indisciplina, porque siempre fue
buen estudiante y un gran lector (lo sigue siendo). Saciaba su necesidad de
independencia de Leticia en la playa, acompañado solo por libros. Se iba desde
temprano y volvía tarde a la casa para evitar la cantaleta de mi abuela.
Ella
por su parte, aprendió a leer ya adulta, mi papá le enseñó cuando ya tuvo
consciencia para hacerlo. Una vez que el analfabetismo quedó a un lado, se
dedicó a alimentar su espíritu con oraciones, la Biblia y un catolicismo
exacerbado que terminó por crear una brecha tan amplía entre ellos dos que tomó
casi 50 años para ser cerrada.
Al
día siguiente de la muerte de mi abuela, me levanté a las 6:30am. No podía
dormir a pesar de haberme acostado después de las 2. Me levanté con miedo de
que la mañana hiciera polvo lo que no había acabado todos esos años: la fotos,
cuadernos y recortes de mi abuela. Corrí a su cuarto, abrí los cajones,
revoloteé por los closets, saqué cajas de zapatos y revisé por última vez los
discos de mi abuelo. Lo puse todo sobre su cama y armé, antes de que fueran las
8am, una línea cronológica de su vida.
Sus
cuadernos, escritos en cursiva y con una caligrafía romántica estaban cargados
de poemas dedicados al amor a Dios y a viejos amantes con nombres que se
perdieron en el tiempo. La historia escrita con sus manos gracias a la
educación de mi padre y que después lo convirtieron en su maestro.
Lo
que para algunos es ficción o una historia remota, para mi abuela fue la realidad, su historia. Leti fue una mujer del campo, sin familia, sola en el
mundo de los años 40, violentos en Colombia por las disputas bipartidistas de la
época y en Bogotá donde la situación no era nada pacífica. Ahí se casó, emigró a la costa, junto al mar que no conocía y donde se convirtió en madre. Después de separada, lejos de todo pronostico, se casó de nuevo, aprendió a leer,
escribir, sumar y restar y montó una tienda de barrio, donde llevaba las
cuentas con pulcritud en un cuaderno escolar. Nunca le fió a nadie, pero le
regalaba dulces a los niños de la cuadra. Me lo han ratificado esos mismos
niños, ahora tan adultos como papá, que se me acercan a veces a
recordarme el carácter de mi abuela.
Hoy
no me levanté a trotar, mi mamá se levantó temprano y se metió en mi cama. Bajó
la temperatura del aire acondicionado y me dijo: “cinco minutos de
encostillada”. El cuarto parecía más blanco, más limpio. Los cuadernos de mi
abuela reposan en otro sitio, fuera de aquí, pero esta mañana
nos acompaña su recuerdo. No estamos solas.
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