domingo, 11 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día ocho



Mi papá y mi abuela tenían una relación complicada. Siempre fueron ellos dos, aunque mi papá se sintiera muy solo a su lado. El creció en Olaya Herrera, un barrio popular de Cartagena y peligroso desde sus inicios, donde desde muy niño aprendió de la malandrería de la calle, a defenderse solo. Andaba con los “pelaos” del barrio, siempre metido en problemas.

Mi abuelo Lucho hacía esfuerzos por meterlo en buenos colegios, pero fue expulsado de 7 de ellos. No por malas notas, sino por indisciplina, porque siempre fue buen estudiante y un gran lector (lo sigue siendo). Saciaba su necesidad de independencia de Leticia en la playa, acompañado solo por libros. Se iba desde temprano y volvía tarde a la casa para evitar la cantaleta de mi abuela.
  
Ella por su parte, aprendió a leer ya adulta, mi papá le enseñó cuando ya tuvo consciencia para hacerlo. Una vez que el analfabetismo quedó a un lado, se dedicó a alimentar su espíritu con oraciones, la Biblia y un catolicismo exacerbado que terminó por crear una brecha tan amplía entre ellos dos que tomó casi 50 años para ser cerrada.

Al día siguiente de la muerte de mi abuela, me levanté a las 6:30am. No podía dormir a pesar de haberme acostado después de las 2. Me levanté con miedo de que la mañana hiciera polvo lo que no había acabado todos esos años: la fotos, cuadernos y recortes de mi abuela. Corrí a su cuarto, abrí los cajones, revoloteé por los closets, saqué cajas de zapatos y revisé por última vez los discos de mi abuelo. Lo puse todo sobre su cama y armé, antes de que fueran las 8am, una línea cronológica de su vida.

Sus cuadernos, escritos en cursiva y con una caligrafía romántica estaban cargados de poemas dedicados al amor a Dios y a viejos amantes con nombres que se perdieron en el tiempo. La historia escrita con sus manos gracias a la educación de mi padre y que después lo convirtieron en su maestro.

Lo que para algunos es ficción o una historia remota, para mi abuela fue la realidad, su historia. Leti fue una mujer del campo, sin familia, sola en el mundo de los años 40, violentos en Colombia por las disputas bipartidistas de la época y en Bogotá donde la situación no era nada pacífica. Ahí se casó, emigró a la costa, junto al mar que no conocía y donde se convirtió en madre. Después de separada, lejos de todo pronostico, se casó de nuevo, aprendió a leer, escribir, sumar y restar y montó una tienda de barrio, donde llevaba las cuentas con pulcritud en un cuaderno escolar. Nunca le fió a nadie, pero le regalaba dulces a los niños de la cuadra. Me lo han ratificado esos mismos niños, ahora tan adultos como papá, que se me acercan a veces a recordarme el carácter de mi abuela.


Hoy no me levanté a trotar, mi mamá se levantó temprano y se metió en mi cama. Bajó la temperatura del aire acondicionado y me dijo: “cinco minutos de encostillada”. El cuarto parecía más blanco, más limpio. Los cuadernos de mi abuela reposan en otro sitio, fuera de aquí, pero esta mañana nos acompaña su recuerdo. No estamos solas.

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