Día
trece
En
Cartagena, como en muchas ciudades pequeñas, dar direcciones es una perdida de
tiempo. La gente prefiere dar indicaciones como: “es en la casa rosada que queda bajando por
la segunda calle a la izquierda, entre la clínica y la tienda. Hay un palo de
caucho en la entrada”. En la puerta de la casa de mis padres vive hace 24 años
una acacia que nunca ha florecido. Ese es un rasgo que hemos usado todos para
señalar la casa cuando debemos indicar donde queda. Ya hay varios taxistas de
la ciudad que la reconocen así, dicen: “ah si, yo llevé ahí a su mamá el otro
día. La casa de la acacia que no florece”.
Al
palo de mango le pasó igual. Pasaron cinco, seis, ocho años y nada. Mi mamá
hasta le pegaba con un cinturón (por recomendación de mi abuela que tenía
sabiduría jardinera), pero ni una flor salió. Hasta que un día de marzo, quince
años después de haberlo sembrado, llegué a casa un fin de semana de
Barranquilla, donde iba a la universidad, y el patío estaba lleno de pequeñas
florecitas blancas y luego tuvimos la primera cosecha. Mango con sal, jugo de
mango, dulce de mango, ensaladas con mango, pie de mango, mango, mango, mango.
Mi
abuela, como buena devota que era de la Virgen del Carmen, dejó este mundo el
16 de julio, día de su patrona. Hoy que es 16 nuevamente se cumple un mes de su
partida y la misa se celebró en la Iglesia de la Trinidad de Getsemaní, donde
reposan sus cenizas. Me paré en la puerta de la casa con Ana Dilia y mamá a
esperar un taxi. Papá, mi hermana y su prometido nos esperaban en la iglesia. Antes
de salir de mi cuarto eché un vistazo general y por primera vez no olía a
pintura y las paredes se veían menos blancas.
Parada
sobre el andén miré al cielo, estaba despejado y abierto a un sol tan brillante
que se escurría entre las ramas de la acacia. Y ahí estaban, las primeras
flores rojas. La acacia floreció.
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