Día
diez
Hoy
troté temprano, pero sé que mañana no lo haré. Es viernes y tengo planeado
salir en la noche con algunas amigas que no saben irse a dormir antes de las 3
de la mañana.
Después
de la discusión de anoche, en la que
papá cerró el debate con que yo solo traía amarguras a la casa y apoyado por la cara de
desaprobación de mi hermana, los diálogos entre el apartamento 1 y el 2 y 3,
están suspendidos indefinidamente.
Tai
me llevó al cuarto el jugo de manzana, zanahoria y jengibre que me debo tomar
para mantener las defensas altas y un huevo revuelto con salchichas rancheras
para comenzar contenta el día, según dice mamá.
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He
decidido visitar a C en Bogotá en unos 10 días. La soledad se hace más
llevadera cuando alguien te quita las ganas con cariño, por lo menos, una vez
al mes. Ya está por pasar un mes desde la última vez que nos vimos. Él tiene
esta cosa honesta que me da confianza, no pide explicaciones y no necesita
mentir. El es alto, guapo, divertido, manos grandes, talentoso, lindos ojos
color miel y le gusto mucho. Entre idas y venidas, el trato es vernos y lo
haremos pronto.
Hoy
cambiaron las sábanas de mi cuarto, son blancas, antes eran azules. Se alcanzan
a ver las flores rojas que se dibujan en el colchón de esponja que compré con
mamá para mi corta estancia en casa. Será mi cama por un tiempo más largo que
lo acordado, el apartamento al que me mudaría en 15 días lo han vendido y el
pre-contrato de arriendo quedó cancelado. Debo encontrar un nuevo sitio, lo
cual no pasará hasta finales del mes de septiembre y estamos a mediados de
agosto.
El
calor infernal, la ciudad estática y la proximidad de un lunes feriado
convierten estos días en lentas partículas de segundos que transcurren sudadas
entre mi camiseta y el teclado.
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