martes, 13 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día diez

Hoy troté temprano, pero sé que mañana no lo haré. Es viernes y tengo planeado salir en la noche con algunas amigas que no saben irse a dormir antes de las 3 de la mañana.

Después de la discusión de  anoche, en la que papá cerró el debate con que yo solo traía amarguras a la casa y apoyado por la cara de desaprobación de mi hermana, los diálogos entre el apartamento 1 y el 2 y 3, están suspendidos indefinidamente.

Tai me llevó al cuarto el jugo de manzana, zanahoria y jengibre que me debo tomar para mantener las defensas altas y un huevo revuelto con salchichas rancheras para comenzar contenta el día, según dice mamá.

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He decidido visitar a C en Bogotá en unos 10 días. La soledad se hace más llevadera cuando alguien te quita las ganas con cariño, por lo menos, una vez al mes. Ya está por pasar un mes desde la última vez que nos vimos. Él tiene esta cosa honesta que me da confianza, no pide explicaciones y no necesita mentir. El es alto, guapo, divertido, manos grandes, talentoso, lindos ojos color miel y le gusto mucho. Entre idas y venidas, el trato es vernos y lo haremos pronto.

Hoy cambiaron las sábanas de mi cuarto, son blancas, antes eran azules. Se alcanzan a ver las flores rojas que se dibujan en el colchón de esponja que compré con mamá para mi corta estancia en casa. Será mi cama por un tiempo más largo que lo acordado, el apartamento al que me mudaría en 15 días lo han vendido y el pre-contrato de arriendo quedó cancelado. Debo encontrar un nuevo sitio, lo cual no pasará hasta finales del mes de septiembre y estamos a mediados de agosto.


El calor infernal, la ciudad estática y la proximidad de un lunes feriado convierten estos días en lentas partículas de segundos que transcurren sudadas entre mi camiseta y el teclado.

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