lunes, 19 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día uno

Después de 5 días de haber tomado la decisión de recuperar una habitación dentro de la casa, el espacio estuvo listo para ser habitado. Esa mañana en medio de lloriqueos le pedí a mamá ayuda para comenzar a organizarme de nuevo. El primer paso era convertir el cuarto de mi abuela en mío. Y así lo hicimos, o lo hizo ella. Mamá, llamó al “Niño”, el todero de la casa, y en cuestión de nada estuvo. Paredes pintadas de blanco, la cama sencilla de mi niñez, los closets recién pulidos, los ganchos de ropa nuevos, un ambientador de canela, el televisor de mi abuela y un libro en la mesita de noche para que “me sintiera como en mi cuarto”.

Mis papás viven en un barrio tradicional cartagenero, de esos en los que todos se conocían desde generaciones anteriores y todavía se ve una que otra casa republicana en medio de dos edificios de apartamentos. Todos los que antes lo habitaban, se mudaron cerca al mar y quedó siendo solamente un barrio clase media que se lo ha ido tragando el comercio.

En este barrio creció mamá y luego crecimos mi hermana menor y yo, en la misma casa donde viven mis padres hace 25 años. Algunas de las cosas importantes que habitan dentro de la casa son:

1.     El palo de mango que sembramos mi papá, mi hermana y yo en el 90 cuando nos mudamos y que ahora cubre todo el patio.
2.     El estudio de mi papá y la biblioteca de libros y fotos que con el pasar de los años se extendió al resto de las habitaciones de la casa.
3.     El arenero y el tablero que quedan en el patio donde jugábamos y hacíamos las tareas mi hermana y yo entre 1990 y 1996, mas o menos.
4.     La cocina de mi mamá donde pasan el 60% de las cosas importantes del hogar. Ahí se concina todos los años el arroz con coco y uvas pasas que hace parte del menú de año nuevo de nuestra familia extendida.
5.     El cuarto de San Alejo, originalmente creado para ser el cuarto oscuro mi papá, fotógrafo aficionado, ahora sirve para guardar maletas, juguetes viejos, reliquias familiares sin ningún sentido de la estética y las cosas de navidad.

Mi abuela se mudó a casa de mis papás cuando nosotras aún éramos muy niñas, yo tenía 7 y mi hermana 5. Mi abuelo Luis había enfermado y ella no podía sola con todas las responsabilidades de la casa. Al poco tiempo murió mi abuelo, en casa, en este cuarto que luego fue solo de ella. Leticia quedó viuda. Una abuela viuda viviendo en casa de su único hijo y sus dos nietas niñas, que luego fueron adolescentes y luego se fueron de la casa.

Esta noche es la primera en la que duermo en el cuarto de mi abuela desde que murió. En la televisión dan “Los otros”. Nicole Kidman es una maricada al lado de Leticia. Su biblia pudo haberse ido de la casa, junto con el resto de sus cosas, pero yo aún veo junto a la ventana su altar, sus rosarios, sus fotos, su corazón de Jesús, sus bebés con alas, angelitos sin ojos.

Me fui de casa a los 16 años a estudiar en otra ciudad y luego me fui a otra ciudad y luego a otra y luego a otra. En 13 años me mudé 14 veces y en la mayoría de las mudanzas he perdido todo, por descuido, por desapego, por afán, por negligencia. Todo lo que es mío en este mundo ocupada menos de un cuarto del garaje de mis papás desde hace 21 días. 18 de ellos hemos estado en duelo por la muerte de mi abuela.

El cuarto que antes era de mi hermana y yo, ahora es solo de ella. No había espacio para mi aquí, pero luego murió mi abuela y esta fue la opción.

“Si quieres vivir aquí, ahí está el cuarto de tu abuela. Lo arreglamos y es tuyo. Pero tienes que dejar la negatividad y ponerte las pilas. Llama al Niño”. Me dijo mamá ese día. El asunto es que lo llamó ella y le dio las ordenes y a mi me dijo cuánto era y en cuánto tiempo estaría el cuarto. “Tres días” dijo. Se demoró 5 y aquí estoy.

Algunas cosas buenas que alcanzó a vivir mi abuela antes de morir:

1.     Estuvo para ser la bisabuela de los hijos de mis dos hermanos mayores.
2.     Estuvo para ver el compromiso de mi hermana menor hace 2 meses.
3.     Vivió el romance tranquilo en el que conviven mis padres y que la cobijó hasta la muerte.

Día dos

Me levantó el olor a pintura a las 8 de la mañana, ya estaba tarde para la oficina. Entró mamá: “Tica levántate”, no tocó. Cerré los ojos un minuto antes de la ducha y entró papá: “Tica, ¿ya estás despierta?”, no tocó. Me levanté, le dije que si con la cabeza y le mandé una sonrisa que fue más una mueca inventada. Cerró la puerta.

El baño de mi abuela estaba adecuado para ser el baño de una persona que no podía caminar, dos isquemias cerebrales la dejaron sin movilidad en las piernas. En las mañanas, Ana Dilia, la señora que se encargaba de cuidarla, le limpiaba el pañal de la noche y luego la bañaba en una silla dentro de la ducha. Luego la sacaba al cuarto, la secaba bien, la empolvaba y le ponía de nuevo el pañal y la pijama. Así todos los días por más de un año. La única vez que me tocó hacer parte de toda esa dinámica me alejé de ella. Sentí que era poco lo que podía hacer para hacerla feliz. No volví a su cuarto, un par de meses después murió.

Llegué a las 8 de la noche. Últimamente, salgo de la oficina y ando por el centro de la ciudad, me encuentro con las mismas dos amigas, vamos a los mismos sitios y hablamos de las mismas cosas hasta que veo el reloj y digo: “ya debo ir a casa”.

Esta noche dan una película en Cinemax, “La hora 25”, en ella una chica le dice al personaje de Phillip Seymur Hoffman, que es su profesor, que todo el mundo escribe sobre la muerte de la abuelita porque garantiza una buena calificación. “Eso es lo que hacen las abuelas, mueren”, dice.

Día tres

Leticia González nació el 8 de febrero de 1930 en Coyaima, Tolima. Tuvo a papá en 1951, eso quiere decir que tenia 21. Lo que pasó entre su nacimiento y el de mi padre es bastante borroso. Se mudó a Bogotá porque Tolima era zona roja en la época de la violencia de finales de los 40. Ahí conoció a Rito, el papá biológico de mi papá, con quien se mudó a Barranquilla en 1951. Finalmente, cuando se separó de él, agarró a su niño de tres años, se mudó a Cartagena y terminó casada con un cubano de familia libanesa que vendía telas en el centro, mi abuelo Lucho.  

Hay algo de documentación de la vida en familia de Leti y Lucho: una que otra carta de amor; cuadernos con poemas, cuentas, oraciones. Hay tarjetas de invitación a matrimonios, cumpleaños y bautizos; una publicidad de cuando mi papá se lanzó al Concejo en los 80 por el Movimiento Nuevo Liberalismo - una disidencia del Partido Liberal - ; recortes de prensa (el de la coronación de Leticia como reina de España fue guardado con especial cuidado, igual que un dominical con Celia Cruz en la portada); las fotos de mis dos hermanos mayores tomadas por mi papá. De resto, somos nosotras.

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Los tenis de correr se quedaron en mi casa. Sé exactamente donde están. Eso, varias cajas de libros, el microondas y unos zapatos que uso para ir a trabajar en medio de la sala vacía de mi antiguo apartamento. Debo trotar.

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Huevos revueltos con salchichas rancheras sobre una arepa de maíz tostada con queso amarillo rayado encima, un milo y un jugo de naranja puesto todo en una bandeja sobre la cama. Eso me dejó Tai, la chica que cocina en casa de mis papás. “Tu mamá que avises si vienes a almorzar, para prepararte algo rico” dice saliendo del cuarto y cerrando la puerta. Son las 8:55am, yo sigo en toalla en la puerta del baño y creo que no quiero venir a almorzar, así que abro la puerta le digo, “no, no vengo. Gracias, Tai” y cierro la puerta.

La casa de mis padres tiene una puerta grande enmarcada en vitrales transparentes. Una vez adentro, se sienten los techos altos y los dos pequeños jardines interiores que acompañan la sala y el comedor, espacios bastante frescos. A la izquierda está la puerta de la cocina y a la derecha la entrada a un pasillo. Ese pasillo lo lleva a uno a recorrer la casa en forma circular pasando por la entrada a los tres cuartos (primero el de mi abuela, después el de nosotras, después el de mis papás), la sala de estar, el patio del palo de mango, el patio de labores y la cocina. Cuando mi hermana y yo éramos niñas, peleábamos mucho, éramos como Tom y Jerry, siempre una de las dos estaba correteando a la otra. Le dábamos vueltas a la casa en círculos hasta que una de las dos se cansaba y se dejaba alcanzar por la otra, o una de las dos se rindiera, o llegaban papá o mamá y no podíamos seguir con la disputa.  

La tosca relación con mi hermana se desarrolló de esa manera y no hubo nada que hacer al respecto. Muchas veces quedó Leti metida en la mitad de esos enfrentamientos. Era tomada como rehén y ella se persignaba y esperaba que todo saliera bien. Yo le decía: “Dios no nos va a salvar de nada, ni de esto” y mi hermana decía, “déjala que ella crea lo que se le de la gana, no te metas”. Eternamente en competencia, dos polos opuestos haciendo corto circuito por los siglos de los siglos, amén.

Terminé mi desayuno rápidamente, mañana tengo que salir a trotar.

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Cartagena es una ciudad solitaria por momentos. Mucha gente flotando, yendo y viniendo o en el mejor de los casos, viviendo la ciudad con la calma que exige formar una familia.

Cartagena es una ciudad de transito y una ciudad turística. Todo el mundo viene y se va.

Día cuatro

Siempre me dijeron que me parecía mucho a mi abuela. Algunas fotos de ella a mi edad muestran que es cierto y eso me halaga. Leticia era una mujer coqueta, le gustaba la atención de los hombres en la calle y hasta ya mayor, mientras tuvo la motricidad para hacerlo, se acicalaba hasta para pasar el día encerrada en su cuarto. Recuerdo encontrarla en la mitad de la mañana cogiendo la luz del pequeño jardín que quedaba frente a su cuarto. Se paraba en un lugar estratégico para que un rayo de luz le diera en la cara y pudiera depilarse las cejas con una pinza, espejo en mano. Ya cuando la vista le empezó a fallar, estando yo en el colegio, iba hasta el estudio donde yo pasaba el tiempo haciendo tareas o chateando (en ICQ o MSN), para que la ayudara con los pelos que no veía. Los pelos de la ceja, los pelos de la barba. Con la luz en su cara veía su piel blanca, suave, pecosa. Sus cejas arqueadas, perfectas, eran todo lo que envidié no haber sacado de ella. Le quitaba los pelos de las cejas, las recorría con los dedos y le decía: “listo”.

Hoy es 7 de agosto, es festivo, pero me levanté temprano a trotar. Usé los tenis blancos de mi mamá. Troté por 40 minutos. Mi horóscopo dice que es el mejor momento para mejorar todo de mi, especialmente mi estado físico. Yo le creo a los astros.

Me estiré frente al palo de mango y papá, que estaba en el estudio con la puerta del patio abierta, me invitó a pasar un rato. Me senté, nos tomamos un jugo, miramos el mapa, hablamos de Irák, de Siria, de Palestina, de Israel. Hablamos del clima, hablamos de salsa. Luego nos quedamos callados y cada uno se sumergió en sus propias tareas.


Papá está preocupado, mis planes de vida se ejecutan lentamente y me acerco a los 30. Va perdiendo la fe en algunas cosas, ya uno a esta edad no es un prodigio.

Día cinco

Es viernes, hoy cumple mamá y desde temprano huele a que algo pasa en la cocina. Escucho a mi hermana dar instrucciones a Tai y Ana Dilia desde las 9am. Yo me alisto para tener una reunión por Skype desde mi cuarto, o como lo llama mi mamá ahora, “el apartamento 1”. Esto último infiere que el cuarto de mi hermana es el “apartamento 2” y me imagino que el de ellos es el “3”.

A mamá le gusta la comida árabe, le gustan los envuelticos de parra y el tahine de garbanzos.  Mi abuela Tere los hacía, según ella recuerda, y le quedaban muy bien. Mi abuelo Lucho en sus últimos años era gerente de un restaurante libanés y cocinaba muy bien, uno de los pocos recuerdos que aún tengo claros es el de la paciencia que tenía para hacer yogurt y leche cortada. Él le enseñó a mamá a hacer eso  y tabbuleh.

Luego vino Jairo, amigo de toda la vida de mi papá, casado con una libanesa.  Cuando murió mi abuelo, Jairo heredó su puesto. Hace 5 años, cuando mamá volvió a casa después la crisis más dura que ha tenido mi familia en 30 años, Jairo comenzó los almuerzos los domingos en nuestro comedor. Traía comida semana tras semana, se sentaban en la mesa, compartían todos juntos convirtiéndolo en tradición. Todos los domingos por cinco años, hasta que un lunes festivo Jairo se fue de casa sin despedirse y al día siguiente murió de un infarto mientras se quitaba la ropa para bañarse. Eso pasó hace un mes y 7 días.

El almuerzo fue algo aparatoso, pero todos hicimos lo mejor que pudimos para darle a mamá un día feliz.

El almuerzo:
-      -  Arroz de almendras
-      - Envueltos de parra
-      - Tahine
-      - Tabbule
-      -  Quibbe crudo
-      - Quibbe frito
-      - Leche cortada

Día seis

Llegué a casa a las 2:30 de la mañana, estaba algo borracha y me dormí con el computador abierto. Llegué pensando en escribir algo muy importante y no alcancé a hacerlo. La pantalla solo decía “Dia 6:”. Cuando abrí los ojos y todo me daba vueltas, lo primero que enfoqué fue una botella de vino casi terminada junto a la ventana, cerca al aire acondicionado. Justo ahí donde antes estaba el altar del Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen del Carmen. Debajo de la ventana hay una cajonera, ahora completamente blanca, que por un tiempo guardó fotos de mis abuelos, luego pañales para mi abuela y ahora tiene mis calzones y algo de ropa.

Son las 10am y ya estoy lista para que pasen por mi, voy a Playa Blanca en Barú. Para ir desde acá, uno coge un bus que por $1800 lo lleva a uno hasta Pasacaballos. Ahí, se coge un moto-taxi que por 8 mil pesos y 25 minutos de camino, lo lleva a uno a la entrada de la playa. La opción B, que es la que haremos hoy, será coger un taxi que cuesta $30.000 entre mis dos amigas y yo, nos dejará en Pasacaballos y haremos la segunda parte igual que el Plan A.

Antes de salir, trato de organizar todo lo más que pueda, no dejar rastros de anoche. En el cuarto de mi abuela todos sienten todavía que pueden encontrar algo de ella cuando yo no estoy.

Día siete

Llegué a las 5pm, estaba cansada y me bañé enseguida. En Playa Blanca no hay duchas, ni hay acueducto, hay letrinas y el mar.

Después de comer algo, vomité todo y luego me llegó el periodo con una semana de adelanto. Creo que todo esto tiene que ver con la Luna, anoche dormí en la playa con ella llena encima mío. Mientras me dormía, le pedía con fuerzas que me ayudara a ser feliz, que me cambiara todo por dentro. Que yo quería ser mejor. Me quedé dormida con un pareo como cama y otro como sábana. Cuando me levanté eran las 6:30am y yo estaba sola sobre la arena. Todos se habían ido a dormir a sus carpas y hamacas cuando aún era de noche.

Antes de abrir los ojos, escuché el mar y visualicé las olas azulitas rosando el borde de la arena blanca que no debían estar muy lejos de mi. Luego abrí los ojos y había una perra tetona rascándose las pulgas al lado mío, pero no me dio asco. Me tapé como si me hubiera levantado en mi cama y cerré los ojos de nuevo. La perra corrió al rato y yo me levanté a comerme una ensalada de frutas aunque lo que quería era una arepa con huevo.

Cuando llegué a casa, el cuarto estaba ordenado, olía a canela y el televisor había sido instalado finalmente frente a mi cama. Mamá me llamó por teléfono:

-       “el Niño estuvo ayer en la casa y te colgó el televisor, ¿te gusta?”
-        “si, mami, quedó perfecto. Gracias”

Luego dijo que volvería en la noche, pero cuando empecé a vomitar solo quería que estuviera conmigo. La llamé y vino a casa, me dio una pastilla y me puso una bolsa de agua caliente en la barriga para los cólicos. Dijo: “Eso es hijita, estás botando todo lo feo para darle espacio a lo nuevo. Tu no te preocupes que está todo bien”. Sonó como una bruja buena y sabia. Yo le creí y mientras ella decía que me amaba abrazada a mi espalda, yo me quedé dormida.

Día ocho

Mi papá y mi abuela tenían una relación complicada. Siempre fueron ellos dos, aunque mi papá se sintiera muy solo a su lado. El creció en Olaya Herrera, un barrio popular de Cartagena y peligroso desde sus inicios, donde desde muy niño aprendió de la malandrería de la calle, a defenderse solo. Andaba con los “pelaos” del barrio, siempre metido en problemas.

Mi abuelo Lucho hacía esfuerzos por meterlo en buenos colegios, pero fue expulsado de 7 de ellos. No por malas notas, sino por indisciplina, porque siempre fue buen estudiante y un gran lector (lo sigue siendo). Saciaba su necesidad de independencia de Leticia en la playa, acompañado solo por libros. Se iba desde temprano y volvía tarde a la casa para evitar la cantaleta de mi abuela.
  
Ella por su parte, aprendió a leer ya adulta, mi papá le enseñó cuando ya tuvo consciencia para hacerlo. Una vez que el analfabetismo quedó a un lado, se dedicó a alimentar su espíritu con oraciones, la Biblia y un catolicismo exacerbado que terminó por crear una brecha tan amplía entre ellos dos que tomó casi 50 años para ser cerrada.

Al día siguiente de la muerte de mi abuela, me levanté a las 6:30am. No podía dormir a pesar de haberme acostado después de las 2. Me levanté con miedo de que la mañana hiciera polvo lo que no había acabado todos esos años: la fotos, cuadernos y recortes de mi abuela. Corrí a su cuarto, abrí los cajones, revoloteé por los closets, saqué cajas de zapatos y revisé por última vez los discos de mi abuelo. Lo puse todo sobre su cama y armé, antes de que fueran las 8am, una línea cronológica de su vida.

Sus cuadernos, escritos en cursiva y con una caligrafía romántica estaban cargados de poemas dedicados al amor a Dios y a viejos amantes con nombres que se perdieron en el tiempo. La historia escrita con sus manos gracias a la educación de mi padre y que después lo convirtieron en su maestro.

Lo que para algunos es ficción o una historia remota, para mi abuela fue la realidad, su historia. Leti fue una mujer del campo, sin familia, sola en el mundo de los años 40, violentos en Colombia por las disputas bipartidistas de la época y en Bogotá donde la situación no era nada pacífica. Ahí se casó, emigró a la costa, junto al mar que no conocía y donde se convirtió en madre. Después de separada, lejos de todo pronostico, se casó de nuevo, aprendió a leer, escribir, sumar y restar y montó una tienda de barrio, donde llevaba las cuentas con pulcritud en un cuaderno escolar. Nunca le fió a nadie, pero le regalaba dulces a los niños de la cuadra. Me lo han ratificado esos mismos niños, ahora tan adultos como papá, que se me acercan a veces a recordarme el carácter de mi abuela.

Hoy no me levanté a trotar, mi mamá se levantó temprano y se metió en mi cama. Bajó la temperatura del aire acondicionado y me dijo: “cinco minutos de encostillada”. El cuarto parecía más blanco, más limpio. Los cuadernos de mi abuela reposan en otro sitio, fuera de aquí, pero esta mañana nos acompaña su recuerdo. No estamos solas.

Día nueve

Uno a veces se levanta en la mañana, mira por la ventana del cuarto de su abuela y dice: “todo está bien, no quiero fumar porro”. Entonces, se baña y se pone bonito. Se pone las gafas de sol que le quedan bien y sale a la puerta a coger un taxi. El piropo del tendero paisa del frente no le afecta porque uno sabe que hoy si que se merece el chiflido. Llega a la oficina, le sonríe a todo el mundo, se toma el tinto hablando con la recepcionista sobre lo caro que están los taxis en Cartagena, “es grave la situación”, dice. Uno se sienta, lee, escribe, hace informes, contesta mails, se reúne con el jefe, se siente segura en el trabajo, se toma 2, 3, 5 tintos y sigue queriendo más. Sonríe, piensa que ya esta historia no tiene sentido porque todo está bien y el ciclo ha acabado, el sagrado corazón de la abuela lo acompaña a uno a donde va. Pero luego, llega a casa y de nuevo, nada. Normal, a nadie le gusta tener a su hija de 29 años deprimida en casa, mucho menos a su hermana mayor portándose como si tuviera 15 cuando hay una boda que organizar. Entonces abre la misma ventana de la mañana y saca del cajón de los calzones un porro y se lo fuma desconsolado pensando en que todo está perdido.

Las sábanas están sucias, el baño todavía tiene arena, mis zapatos siguen rotos. Mi hermana menor tiene dos años menos, pero parece que tuviera 5 más. En realidad, parece que yo tuviera 5 menos.

Ella es ingeniera, con maestría de una de las facultades más prestigiosas de Europa. Siempre ha sido bien puesta, le gusta la decoración, la cocina y la jardinería. Viaja constantemente, tuvo novios (pocos), ha tenido una carrera brillante y ahora está lista para casarse. Yo por mi parte, estudié algunas cosas, algunas las terminé y otras no. Trabajé en una cosa, luego probé en otra, después fracasé en otra, hasta que encontré algo que disfruto, pero las retribuciones económicas son, digamos que poco atractivas.

Papá teme por mis finanzas.

Día diez

Hoy troté temprano, pero sé que mañana no lo haré. Es viernes y tengo planeado salir en la noche con algunas amigas que no saben irse a dormir antes de las 3 de la mañana. 
Después de la discusión de  anoche, en la que papá cerró el debate con que yo solo traía amarguras a la casa y apoyado por la cara de desaprobación de mi hermana, los diálogos entre el apartamento 1 y el 2 y 3, están suspendidos indefinidamente.

Tai me llevó al cuarto el jugo de manzana, zanahoria y jengibre que me debo tomar para mantener las defensas altas y un huevo revuelto con salchichas rancheras para comenzar contenta el día, según dice mamá.

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He decidido visitar a C en Bogotá en unos 10 días. La soledad se hace más llevadera cuando alguien te quita las ganas con cariño, por lo menos, una vez al mes. Ya está por pasar un mes desde la última vez que nos vimos. Él tiene esta cosa honesta que me da confianza, no pide explicaciones y no necesita mentir. El es alto, guapo, divertido, manos grandes, talentoso, lindos ojos color miel y le gusto mucho. Entre idas y venidas, el trato es vernos y lo haremos pronto.

Hoy cambiaron las sábanas de mi cuarto, son blancas, antes eran azules. Se alcanzan a ver las flores rojas que se dibujan en el colchón de esponja que compré con mamá para mi corta estancia en casa. Será mi cama por un tiempo más largo que lo acordado, el apartamento al que me mudaría en 15 días lo han vendido y el pre-contrato de arriendo quedó cancelado. Debo encontrar un nuevo sitio, lo cual no pasará hasta finales del mes de septiembre y estamos a mediados de agosto.


El calor infernal, la ciudad estática y la proximidad de un lunes feriado convierten estos días en lentas partículas de segundos que transcurren sudadas entre mi camiseta y el teclado.

Día once

Antes de que el cuarto fuera de mis abuelos, estaba pensado para que mis dos medio hermanos mayores tuvieran un cuarto en nuestra casa. Ellos son hijos del primer matrimonio de papá y se quedaban aquí cuando venían de visita desde Miami, donde vivían con su mamá. Vinieron varias veces durante su adolescencia, e incluso el mayor vivió una temporada larga con nosotros porque en Miami andaba metido en pandillas. “Demasiado Black Sabbath” dijo un día mi papá.

Luego, en el 92, lo vivió mi tío, un primo de papá que venía de Magangué y estaba trabajando un proyecto en Cartagena. Nunca supe de qué se trataba su trabajo, aún hoy no tengo muy claro qué es lo que hace. Solo se que sueña con hacer potable el rio Bogotá. Recuerdo que esa navidad nos regaló muchos juguetes a mi hermana y a mi. Lo que más me gustó era una Barbie latina que se llamaba Teresa, a mi hermana le tocó una asiática que se llamaba Kira.

En el 93, se mudaron mis abuelos. Unas semanas antes de mi primera comunión, que fue en junio. Dos meses después murió mi abuelo, fue la primera vez que escuché el ronquido de la muerte. Mi abuelo amaneció respirando raro, mamá nos hizo despedirnos antes de ir al colegio y cuando volvimos, había muerto. Así también respiraba mi abuela ese día en el hospital hasta que se cansó y dejó de hacerlo.


Esta noche he mirado detenidamente mi teléfono por largo rato, esperando, anunciando, premeditando el saludo a una llamada que no llegará. He cerrado la puerta con seguro para que mamá no entre a preguntar si estoy bien. No sé si lo estoy. Mi corazón late fuerte ante la presencia de un fantasma. No es el de mi abuela, es peor. Es alguien que nunca existió. Toda chica soltera tiene ese alguien a quien podría amar con locura, pero no se atreve. Eso es peor que tener a mi abuela jalándome los pies.

Día doce

La sensación térmica en la calle es de casi 40 grados centígrados. Respirar profundo no es fácil a esos niveles. Salir del aire acondicionado, menos. En los dos últimos meses he tenido pocos viajes de trabajo y paso las horas del día dentro de la oficina. La dinámica laboral ha estado amable últimamente y entregarse a las letras, los libros y la gente que viene y que va es una buena forma de pasar el tiempo.

El New York Magazine tiene una periodista que no para de escribir sobre cosas que le pasan a las mujeres de 29 años. Yo la leo y asiento con la cabeza cada vez que termino un párrafo. El último que escribió dice que es en esta época en la que uno siente que arrancó lo bueno y que todas las experiencias acumuladas de los 20 hacen que uno se tome más en serio el lugar donde está. Pues eso, me siento muy en serio en este momento.

Pasé el día consagrada a planear la noche, hoy hay una fiesta champetera. Animé a más de 10, los junté a todos en la puerta del bar frente al Parque Centenario y cuando ya estaban todos adentro, me vine a casa. El calor me da sueño y mañana debo trabajar en la mañana.

De los recuerdos más viejos que tengo de mi abuela, está el de sus tetas de sesentona cuando yo era una niña. Ya estaban caídas, pero seguían teniendo cierto tipo de firmeza y suavidad. Mi abuela era una mujer bajita, de 1,55 no pasaba. Era blanca leche y su pelo era liso y marrón oscuro. A pesar de su estatura era maciza, me pudo alzar hasta que tuve 5 años. Me dormía en su pecho y ahí podía sobar la piel que quedaba encima de su escote con tanta delicia que mis parpados se caían de la felicidad. Me quedaba dormida casi borracha por su olor a talco, laca y pachouli.


A la 1 de la mañana ya estaba en la cama, el aire prendido, las luces apagadas, la televisión en silencio y una placidez en el cuerpo que me hizo reevaluar la importancia del sexo si uno puede pasar la vida en pijamas de algodón. Según la charla a la que fui en la tarde sobre la escritora barranquillera Marvel Moreno, ella decía que una chica bien puede hacer todo lo que quiera, pero debe también saber cómo mantener lo más privado en secreto. Empiezo a estar de acuerdo, sobre todo porque hay que saber escuchar a aquellos que admiramos, especialmente si están muertos.

Día trece

En Cartagena, como en muchas ciudades pequeñas, dar direcciones es una perdida de tiempo. La gente prefiere dar indicaciones como: “es en la casa rosada que queda bajando por la segunda calle a la izquierda, entre la clínica y la tienda. Hay un palo de caucho en la entrada”. En la puerta de la casa de mis padres vive hace 24 años una acacia que nunca ha florecido. Ese es un rasgo que hemos usado todos para señalar la casa cuando debemos indicar donde queda. Ya hay varios taxistas de la ciudad que la reconocen así, dicen: “ah si, yo llevé ahí a su mamá el otro día. La casa de la acacia que no florece”.

Al palo de mango le pasó igual. Pasaron cinco, seis, ocho años y nada. Mi mamá hasta le pegaba con un cinturón (por recomendación de mi abuela que tenía sabiduría jardinera), pero ni una flor salió. Hasta que un día de marzo, quince años después de haberlo sembrado, llegué a casa un fin de semana de Barranquilla, donde iba a la universidad, y el patío estaba lleno de pequeñas florecitas blancas y luego tuvimos la primera cosecha. Mango con sal, jugo de mango, dulce de mango, ensaladas con mango, pie de mango, mango, mango, mango.

Mi abuela, como buena devota que era de la Virgen del Carmen, dejó este mundo el 16 de julio, día de su patrona. Hoy que es 16 nuevamente se cumple un mes de su partida y la misa se celebró en la Iglesia de la Trinidad de Getsemaní, donde reposan sus cenizas. Me paré en la puerta de la casa con Ana Dilia y mamá a esperar un taxi. Papá, mi hermana y su prometido nos esperaban en la iglesia. Antes de salir de mi cuarto eché un vistazo general y por primera vez no olía a pintura y las paredes se veían menos blancas.


Parada sobre el andén miré al cielo, estaba despejado y abierto a un sol tan brillante que se escurría entre las ramas de la acacia. Y ahí estaban, las primeras flores rojas. La acacia floreció.

viernes, 16 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día trece

En Cartagena, como en muchas ciudades pequeñas, dar direcciones es una perdida de tiempo. La gente prefiere dar indicaciones como: “es en la casa rosada que queda bajando por la segunda calle a la izquierda, entre la clínica y la tienda. Hay un palo de caucho en la entrada”. En la puerta de la casa de mis padres vive hace 24 años una acacia que nunca ha florecido. Ese es un rasgo que hemos usado todos para señalar la casa cuando debemos indicar donde queda. Ya hay varios taxistas de la ciudad que la reconocen así, dicen: “ah si, yo llevé ahí a su mamá el otro día. La casa de la acacia que no florece”.

Al palo de mango le pasó igual. Pasaron cinco, seis, ocho años y nada. Mi mamá hasta le pegaba con un cinturón (por recomendación de mi abuela que tenía sabiduría jardinera), pero ni una flor salió. Hasta que un día de marzo, quince años después de haberlo sembrado, llegué a casa un fin de semana de Barranquilla, donde iba a la universidad, y el patío estaba lleno de pequeñas florecitas blancas y luego tuvimos la primera cosecha. Mango con sal, jugo de mango, dulce de mango, ensaladas con mango, pie de mango, mango, mango, mango.

Mi abuela, como buena devota que era de la Virgen del Carmen, dejó este mundo el 16 de julio, día de su patrona. Hoy que es 16 nuevamente se cumple un mes de su partida y la misa se celebró en la Iglesia de la Trinidad de Getsemaní, donde reposan sus cenizas. Me paré en la puerta de la casa con Ana Dilia y mamá a esperar un taxi. Papá, mi hermana y su prometido nos esperaban en la iglesia. Antes de salir de mi cuarto eché un vistazo general y por primera vez no olía a pintura y las paredes se veían menos blancas.


Parada sobre el andén miré al cielo, estaba despejado y abierto a un sol tan brillante que se escurría entre las ramas de la acacia. Y ahí estaban, las primeras flores rojas. La acacia floreció.

jueves, 15 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela

Día doce

La sensación térmica en la calle es de casi 40 grados centígrados. Respirar profundo no es fácil a esos niveles. Salir del aire acondicionado, menos. En los dos últimos meses he tenido pocos viajes de trabajo y paso las horas del día dentro de la oficina. La dinámica laboral ha estado amable últimamente y entregarse a las letras, los libros y la gente que viene y que va es una buena forma de pasar el tiempo.

El New York Magazine tiene una periodista que no para de escribir sobre cosas que le pasan a las mujeres de 29 años. Yo la leo y asiento con la cabeza cada vez que termino un párrafo. El último que escribió dice que es en esta época en la que uno siente que arrancó lo bueno y que todas las experiencias acumuladas de los 20 hacen que uno se tome más en serio el lugar donde está. Pues eso, me siento muy en serio en este momento.

Pasé el día consagrada a planear la noche, hoy hay una fiesta champetera. Animé a más de 10, los junté a todos en la puerta del bar frente al Parque Centenario y cuando ya estaban todos adentro, me vine a casa. El calor me da sueño y mañana debo trabajar en la mañana.

De los recuerdos más viejos que tengo de mi abuela, está el de sus tetas de sesentona cuando yo era una niña. Ya estaban caídas, pero seguían teniendo cierto tipo de firmeza y suavidad. Mi abuela era una mujer bajita, de 1,55 no pasaba. Era blanca leche y su pelo era liso y marrón oscuro. A pesar de su estatura era maciza, me pudo alzar hasta que tuve 5 años. Me dormía en su pecho y ahí podía sobar la piel que quedaba encima de su escote con tanta delicia que mis parpados se caían de la felicidad. Me quedaba dormida casi borracha por su olor a talco, laca y pachouli.


A la 1 de la mañana ya estaba en la cama, el aire prendido, las luces apagadas, la televisión en silencio y una placidez en el cuerpo que me hizo reevaluar la importancia del sexo si uno puede pasar la vida en pijamas de algodón. Según la charla a la que fui en la tarde sobre la escritora barranquillera Marvel Moreno, ella decía que una chica bien puede hacer todo lo que quiera, pero debe también saber cómo mantener lo más privado en secreto. Empiezo a estar de acuerdo, sobre todo porque hay que saber escuchar a aquellos que admiramos, especialmente si están muertos.

miércoles, 14 de enero de 2015

Trece días en el cuarto de mi abuela


Día once

Antes de que el cuarto fuera de mis abuelos, estaba pensado para que mis dos medio hermanos mayores tuvieran un cuarto en nuestra casa. Ellos son hijos del primer matrimonio de papá y se quedaban aquí cuando venían de visita desde Miami, donde vivían con su mamá. Vinieron varias veces durante su adolescencia, e incluso el mayor vivió una temporada larga con nosotros porque en Miami andaba metido en pandillas. “Demasiado Black Sabbath” dijo un día mi papá.

Luego, en el 92, lo vivió mi tío, un primo de papá que venía de Magangué y estaba trabajando un proyecto en Cartagena. Nunca supe de qué se trataba su trabajo, aún hoy no tengo muy claro qué es lo que hace. Solo se que sueña con hacer potable el rio Bogotá. Recuerdo que esa navidad nos regaló muchos juguetes a mi hermana y a mi. Lo que más me gustó era una Barbie latina que se llamaba Teresa, a mi hermana le tocó una asiática que se llamaba Kira.

En el 93, se mudaron mis abuelos. Unas semanas antes de mi primera comunión, que fue en junio. Dos meses después murió mi abuelo, fue la primera vez que escuché el ronquido de la muerte. Mi abuelo amaneció respirando raro, mamá nos hizo despedirnos antes de ir al colegio y cuando volvimos, había muerto. Así también respiraba mi abuela ese día en el hospital hasta que se cansó y dejó de hacerlo.


Esta noche he mirado detenidamente mi teléfono por largo rato, esperando, anunciando, premeditando el saludo a una llamada que no llegará. He cerrado la puerta con seguro para que mamá no entre a preguntar si estoy bien. No sé si lo estoy. Mi corazón late fuerte ante la presencia de un fantasma. No es el de mi abuela, es peor. Es alguien que nunca existió. Toda chica soltera tiene ese alguien a quien podría amar con locura, pero no se atreve. Eso es peor que tener a mi abuela jalándome los pies.