lunes, 6 de julio de 2009

Tul.

Nacimos en un mundo colmado de formas, envueltos en la multiplicidad visual que propone lo mundano de nuestra existencia. Damos forma al espacio, entremezclando movimientos provocados por impulsos que dialogan con el entorno de la realidad que se mezcla con las propias fantasías. El lenguaje etéreo que se convierte lentamente en una voz más fuerte y pronunciada que aquella que deja eco.

Los sonidos nos mueven a veces hacia algún lado, otras veces nos movemos en la quietud de la potencialidad de alguna acción. En calma o perturbados, somos motivados por la caricia del aire que nos grita en silencio las direcciones infinitas, las posibilidades impensables de nuestro destino. Maravilloso es el movimiento invisible que nos lleva a vivir aquellos eventos inesperados nacidos de la espontaneidad, que cambian para siempre el curso de nuestros caminos… nuestro tao.

Huele a vida alrededor nuestro, somos carne que se pudre, piel que se arruga, huesos que se quiebran, colores que se opacan ante la mirada del otro y de nosotros mismos. La luz despierta nuestra visión del mundo, que se posa ante nuestros ojos, imágenes preconcebidas. Pero luego esta lo otro, nuestro mundo interno: colores, deseos, proporciones y matices. La perpetuidad de lo imaginario.

Platónicamente somos dos, el alma que palpita adentro de un cuerpo que nos acompaña, estructurado, perfecto… buscamos constantemente un lugar donde hallar nuestro espacio, la geografía se hace entonces limitada y frustrante. Pero al hacernos conciente de cada parte propia, descubrimos que ese espacio existe dentro de nuestras propias fronteras corporales. Somos carne y hueso, somos habitantes de nuestro propio templo. Es allí donde habita la verdad más absoluta, la subjetividad objetiva, la eterna dialéctica, las posibilidades infinitas, la creación y la muerte. El comienzo y el final. Nuestro cuerpo.

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