Miro afuera y ahí esta Nelson, soñando con sus propias historias de otra vida en la que seguro habían baños largos y comidas calientes. Tomando en cuenta que estamos en el eterno verano caribeño y su piel es tan oscura como la canela quemada, a veces me gusta pensar que vino de Cuba. Tal vez, y muy seguramente, porque mi padre ha hecho de nuestro hogar un santuario a esa tierra. El punto es que lo siento cercano, es parte de nuestra vida, es parte de nuestro hogar. El, con su rincón en la acera; yo, en mi cama sencilla de esta casa que huele a muchas cosas que ya no recuerdo, tal vez es la guanábana o los pancitos de tienda o las chocolatinas jet, a eso huelen mis recuerdos.
La familia latinoamericana esta arraigada a los viejos rituales de un catolicismo en deterioro y descontinuado, y aun sabiéndolo, siempre vuelvo. Es mi propio ritual renegar de todo lo conocido y luego refugiarme en el tibio rincón de lo seguro. Por ejemplo: el pavo de 31, amigo de mi abuelo durante todo el año, moraba en el patio de su casa y nos asustaba cuando jugábamos a las escondidas. En víspera de año nuevo era sacrificado luego de una borrachera monumental con su gran amigo (mi abuelo), para terminar siendo la cena. Todos los años nacía, vivía y moría, para luego volver a renacer, como Jesús. Sanguinario. Real. Mi familia. Normal.
Me pregunto si Nelson tiene familia, o si tal vez soy su única familia en el mundo. Lo pienso mientras le llevo un plato de sopa caliente. Mamá mira recelosa desde la puerta y le dice a papá en tono despectivo, “de nuevo esta hablando con el loco”, el la mira, sonríe y dice: “la loca es ella, no te confundas”.
Mi relación con Nelson se limita a nuestra cercanía espacial y a la promesa de que algún día y cuando consiga trabajo, pagará su deuda conmigo: los mil pesos diarios y las miles de sonrisas que nos repartimos de lejos. Tal vez soy yo la que está en deuda.
En sus shorts descocidos, su camisa sin elástico y sus pies descalzos, pasa sus días. Mientras yo insisto no tener lo suficiente, el parece tener mucho más de lo que yo hubiera querido: La locura descabellada que me alejaría de toda clase de presión y responsabilidad sobre lo que debe ser, la pena de no convertirme en todo lo que se espera. Lo que espero de mi. Lo que creo que me merezco. La locura parece ser entonces una opción tentadora, pero ya lo he intentado muchas veces. Tal vez no soy suficientemente mayor y responsable para asumir la postura de perder la razón y no volverla a recuperar.
Muchos dicen que debo tener cuidado, que no confié en un loco de la calle y a veces quisiera que tuvieran razón. Una de esas noches calientes y sin brisas de agosto, de aquellas en las que no debí salir de mi cuarto acondicionado, pero en las que quería manejar por la ciudad fumándome un porro y oyendo el mar (contexto local), llegué a casa y vi correr a Nelson desde una cuadra atrás. Tuve el impulso de correr yo también a abrir la puerta, pero me contuvo la curiosidad y tal vez el deseo de morir. El punto es que me quedé detenida por varios segundos que se hicieron eternos y el sudor en mi frente se escurrió lentamente por mi cien hasta caer en mi pecho. No lo sentí.
Nelson vino a mi y estiró su mano, yo le di la mia. Fue nuestro primer contacto real. Me miro a los ojos y me dijo: "Me llamo Nelson, muchas gracias por todo.” - “Mucho gusto, Teresita.” dije. Era la escena más sencilla: dos seres humanos bajo la luz de un poste en una calle desierta de aquella ciudad vacía.
Cerré la puerta de mi casa y justo ahí entendí todo, papá tenia razón, la loca soy yo.
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