Un collar de sudor aceitoso me quitó el sueño esta mañana. Abrí los ojos para descubrir, con poco asombro, que el techo quería aplastar mi cabeza contra la almohada. Las sábanas de flores se humedecieron con el lento transcurrir del tiempo en esta ciudad de costas negras.
El pequeño ventilador giraba con poca fuerza y las cortinas que amasaban el aire, bailaban con impaciencia frente a la ventana.
“No quiero irme”.
Afuera yacía Cartagena.
Tan inmóvil, tan pasiva, tan ruidosa y tan esquiva. Tan corriente, tan experta, tan distante y tan intensa. Tan leída, tan modesta, tan poética y tan risueña. Tan salada, tan pequeña, tan escasa y tan coqueta. Tan llena de cosas y tan llena de gracia y con tanto potencial… amada, amada, Cartagena.
Agosto es el mes de las muertes brillantes, de soles huraños, de cometas en Las Tenazas y de canículas que no dejan pensar.
El expectante se abruma ante la materialización de sus ideas. Pero no. Esto fue lo que pasó: encendí el aire acondicionado y volví a dormir pensando en el mar al que no iría. Mañana es septiembre. No pasó nada más. Fin.
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