jueves, 26 de enero de 2012

Walking in line

I

La nevada



“1:12 Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová.” Libro de Job.

Y eso hizo Satanás, intervino en forma de inconvenientes en la vida de este hombre que hasta llevado por la carne abierta de una lepra apestosa siguió creyendo y decidió vivir. 

“¿morir ahora o morir después?”

Lo que se sabe claramente es que este cuestionamiento no responde a preocupaciones sobre drogas, ni excentricidades. No moriré de sobredosis (aunque podría), ni me prepararé espiritualmente para el fin del mundo. Tal vez lo que se quiere es saber si se aspira a ver cómo llega todo poco a poco, ver el mar todos los días, o viajar a dedo por el mundo, o comer todo sin pensar en consecuencias, o estar con pocos y solo aquellos de los que aún se tiene que aprender. El creer, en contra de todo pronóstico, que todo tiempo presente, más que futuro, es mejor, siempre mejor.

Es en esos momentos cuando recuerdo a Tina, en contraluz y con su andar galopante. Recuerdo su pelo sobre su cara y cuando con un ligero movimiento lo devolvía a sus orejas. Caminaba como quien se sabe observada. Yo la observaba.

Llegaba a mi mesa y me sonreía con esa sonrisa que me hablaba de un dolor palpitante y el cual me devolvía la empatía arrebatada por la crudeza de aquella ciudad distante. El invierno se acercaba y los árboles desnudos me narraban la historia de la soledad del frio, mientras Tina me recomendaba infusiones de jengibre que me envolvían a la tibieza de sus labios. Era como estar en casa.

“Un cortado  y una media luna” era mí pedido habitual y ella me llamaba por mi nombre y hacia un chiste sobre el clima. Entonces, daba media vuelta y volvía a su vida y yo me quedaba en la suya solo porque si y sin ningún motivo en especial, como todo y como siempre.

Ser un superhéroe requiere tener muchas más cicatrices que las que yo podría tener y mucho más coraje del que puedan tener mis palabras. Es por eso que éstas, seguirán siendo escritas en primera y con todas las bases llenas, nada de escritura peligrosa por las calles, nada de arriesgarme a no usar el corrector de ortografía, nada de seguir recomendaciones de Bolaños, esas eran otras épocas.

Pero ahí estaba Tina, con sus manos suaves sirviendo mi café, en sus tacones cuadrados de noche y sus pantalones ajustados que dejaban ver sus talones delgados. En su delantal dejaba asomar a veces el libro de turno. Fue así como descubrí que Tina sueña. Sueña con otra vida, con otras cosas, con otra gente y con otra ella. Alejada de propinas y de novios fugaces. Sueña con esa vida que parece de otra vida, y así. 

Me acerco a su mirada cada vez que puedo y le grito en silencio que podría ser mi amiga, tal vez en mi afán de lucha por “Regresar al Desierto” y regresar ahí, donde la verdad se esconde en el origen, en la luna y en ser mujer.

Y fue en este día de hojas marrones, que Tina por primera vez regresó con mi pedido y opinó sobre mi cuaderno de bordes dorados repleto de esquelas y envolturas de chocolate. Me dijo: “Yo tengo uno igual, no logro botar los recuerdos de mis cuadernos” y se rió sola de un chiste interno que sentí como mío, pero preferí callar. “¿A qué hora sales?” le dije y me respondió que a las 4. Le dije que fuéramos a cine y me dijo que era una buena idea porque había un par de pelis que moría por ver. Y así fue, fuimos a cine y nos vimos dos pelis y en la noche cuando salíamos cayó la primera nevada sobre nosotras y entramos en el trance de la nostalgia y el invierno.

Había tanto por decir tan entendido y por tanto, no dicho, que cuando llegó el momento de decir adiós ya había pasado el momento y solo me quedo por decir: “gracias por todo” y dar la media vuelta para volver a mi vida, “los hombres que no aman a las mujeres” y todos esos clichés de la moda fría, nórdica e “indie”. 

Tina lo había tenido todo en otra vida, era una chica de ciudad costera, hija única de un matrimonio separados por el cambio de milenio, que acostumbrada a conseguir todo por medio de la manipulación de una anorexia latente, había quedado suspendida en sus 15 años hasta ya entrada los 20’s. Su adinerada familia le daba todo lo que quería y su deseo fue vivirlo todo lejos de ellos y afortunada o desafortunadamente, encontró el todo en la noche de aquella capital novedosa, a kilómetros de su mar de origen y los nuevos amigos que llegaban con la efervescencia de la luna y se disipaban con los primeros pechiches del sol.

Sus ojos adolescentes no dieron para los retos  de la adultez y poco a poco se sintió envejecida en un estilo de vida que distaba de la vida que se había imaginado en los sueños de aquellos libros leídos y las películas rosas, o los vislumbrados en sus viajes a Miami o aquella vez que había ido a Paris con su mamá. 

Se encerró en la burbuja de la cual solo salió cuando encontró a Manuel, una tarde de verano mientras esperaba el tren para volver a casa. “Manuel…” me dijo con ese acento azucarado, mientras prendía un cigarro esperando fuera de cine por la primera película. “Manuel fue mi primera lección… una lección deliciosa eso sí” Y si, con aquel que no fue su primer amante, pero si el primero en romperle el corazón y dejárselo abierto me explico: “Fue la época en la que entendí que creer que todos los hombres eran como papá era solo una ilusión”.

A Manuel le gustaba la coca y a Tina le gustaba Manuel y luego se enamoró de ambos y como todas esas historias donde no hay sueños ni alimentos, la desnudez dejo de ser suficiente y en cambio se transformó en eso que ella llamo desde entonces “romanticismo emo”. Se oscureció su mundo rosa y se quedó a vivir en este otro donde las formas se ven con gafas para reconocer los contrastes del sol y las mañanas son un punto ciego para el observador.

“Manuel, Manuel, Manuel.”

Mientras caminaba a casa envuelta en el exceso de ropa tan ajeno a mi origen pensé en los ojos dulces de Tina y en el retumbar asfixiante de sus caderas. La luz del farol anunciaba entre sombras la pequeña llovizna que daba fin a la nieve.

Abrí la puerta y ahí estabas tú. Me recibiste en tus brazos y me besaste la frente. Metí mis manos en tu suéter y te dije bajito: “El individualismo corrompe, ¿sabías?, te amo”. Tú me creíste.

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