Un niño corre por la plaza hacía su padre que se encuentra sentado en una banca. Él sonríe mientras lo ve venir. Las palomas alrededor del pequeño llaman su atención y lo hacen reír con picaría. Pega un brinco y las asustadizas palomas revolotean al cielo.
Su padre lo toma en sus brazos y le dice: “algún día te voy a llevar a una plaza en Bogotá donde hay muchas palomas y ahí si vas a poder perseguir todas las que quieras”. El niño sonríe y abraza a su padre por la ilusión de aquella promesa: se trata de conocer la capital.
Yo lo observo desde la distancia apenas lidiando con el calor canicular de julio y tratando de atrapar en el aire alguna idea que valide mi escritura, estoy perdida. Entonces recuerdo: en Cartagena no había tantas palomas, por lo menos no hacen parte de mis recuerdos de infancia.
“Malditas palomas, ahora están en todos lados”. Me quejo contigo que estás a mi lado y me dices: “habían pocas, y ya deja de decir siempre y nunca, eso no existe”
Odio cuando siempre tienes la razón.
Odio cuando siempre tienes la razón.
Volver a casa es difícil, lo es más sí es para descubrir que el tiempo ha pasado y no en vano ya hay más canas en tu pecho que las que podría contar. Las admiro cada una, eso si. Te quedan bien. Eres como el diablo por sabio, incluso cuando algún día fuiste mi dios.
Cuando era niña también corría a ti y me abrazaba a tus piernas. Me deslumbraban tus libros, tus jeans rotos, tu ímpetu libertario y tus gafas Ray Ban. Después prefería mirar desde lejos tus conductas anacrónicas y de esa manera sentirme abochornada porque bailabas salsa frente a mis amigos y te ponías camisas de flores hasta para visitarme en el colegio (qué vergüenza). Ahora vuelvo a ti en busca de consuelo ¿Qué te puedo decir? Sobreviviendo los veinte, soltera, desempleada y sin medio centavo. Sin embargo, me alegra que sonrías ante mi decepción, te gusta que yo sea así y no de otra manera. Entonces vuelves a ser mi tú de niña, me devuelves la fe, esa que responde a este tipo de religiosidad disidente aceptada solo cuando alguien más que uno la valida.
Caminas y me haces señas de que te siga, me cuesta trabajo caminar a tu ritmo. A mi edad eras dueño de tu vida y yo no soy dueña de nada. Sin embargo, hago un torpe esfuerzo y te sigo, como siempre. Te veo en silencio, eres tú andando con esa tranquilidad sólo otorgada por aquel que es lo que dice ser: un hombre de verdades.
Miras hacia atrás, me encuentras bañada en sudor, me pasas tu pañuelo y se que te causa algo de gracia que le haya perdido la costumbre a esta temperatura del infierno caribe. A continuación, me presentas a tu amigo que siempre está en la calle Santo Domingo, justo al lado de la librería habitual. “Esta es mi hija, la que se cree cachaca”, dices. Ambos se ríen y yo me seco el sudor tratando de disimular mis ganas de irme a casa. Como de costumbre siento la necesidad de contestar y devuelvo el chiste con un: “yo soy igualita a ti”, haciendo una mueca que parece sonrisa. Cuando seguimos caminando me abrazas y me das una palmada en el hombre, soy tu cómplice. Es nuestra forma de hacer las cosas.
Tomas mi mano. Ahora caminas a mi lado y me cuentas la historia de cuando eras niño y pasabas tus tardes viendo por la ventana de la tienda de telas de mi abuelo, esa que quedaba en la calle que llega hasta la Torre del Reloj. Yo de impertinente suelto un: “yo sé”. Entonces me miras a los ojos y me dices: “tú no sabes nada” y tienes toda la razón. Me gustaría que algún día me costara menos aprender qué es la nada contigo, porque siempre he creído que en tu cabeza podría encontrarlo todo y debajo de ese todo, un corazón inmenso cubierto en neuronas que no paran de pensar.
Suelto tu mano y cruzo la calle hacia la Avenida Santander para mirar el atardecer que empieza a reventar sobre el mar. Ya sé que vienes detrás a tomar fotos. Tú y tus fotos. Se que son tus recuerdos y más adelante serán parte de mi herencia, tus ojos y todo lo que has visto. Podría ser que no he sido justa al no dejarte tomar más fotos de mí, pero sobre eso solo puedo pensar: “yo ya no soy una niña”. Asumo la postura, realmente ya no lo soy. Sin embargo, al volver a mi cuaderno y mis notas, la frustración del papel vacío me hace pedirte un helado que haría bueno todo lo malo, pero nos perdiéramos el atardecer deseado. Me ignoras y por eso corro a buscarlo sola, rebelde contra tu causa.
Pero luego pasa lo de siempre: cuando vuelvo te veo ahí, en contra luz y con el mar de frente, tu camisa roja de flores ahondando con la poca brisa, las manos abiertas y tu mochila en el hombro. Le sonríes al sol que se oculta. Entonces ya no importa nada, no hay fantasmas en tu mirada… vuelves a ser mi dios.
Cruzo la calle, me abrazo a tu espalda y te digo: “Algún día te voy a llevar a unas Islas en el Mediterráneo donde hay tantos atardeceres como estos y puedes tomar todas las fotos que quieras” Tu me miras con los ojitos brillantes y me dices: “Yo sé que si hija, yo creo en ti”.
Feliz cumpleaños papá.
11 de Julio de 2011, 60 años de gloria.